PEPITO
Supe que el « pepito » existía en Bocaccio, la magnífica discoteca que Oriol Regás tuvo el acierto de crear y que supo poner de moda y mantener con sus buenas maneras y un estilo ejemplar que en él era natural y nada impostado.
El “pepito” era uno de los secretos del lugar. Un pequeño bocadillo de buen pan con un bisté de ternera pasado por la plancha.
Como es fácil imaginar, los camareros y ayudantes de la casa, en aquella época los más profesionales de la ciudad y posiblemente del país, no mencionaban el “pepito” cuando el público iba llegando y tomando posiciones.
Los clientes de Bocaccio podían dividirse entre los millonarios –millonarios de verdad, no morralla- los hijos de millonarios, los que nos movíamos en el difuso ámbito de la cultura, dicho sea en el sentido más nebuloso del término, los que ejercían profesiones que estaban de moda, como los grafistas, los arquitectos y los fotógrafos como yo mismo, cuando ejercía a la sombra de Oriol Maspons o en alguna revista y más tarde, cuando montaba la infraestructura de grandes espectáculos. Y los mirones, que si conseguían entrar superando el muy exigente filtro de los porteros aportaban color y a veces incluso ligaban.
A Bocaccio se iba cenado, por lo que el ámbito del “pepito” se desvelaba muy entrada la madrugada, cuando el hambre se manifestaba y uno, pelín espeso, se resistía a dejar el local, llenísimo a aquellas horas.
En ese momento, el de la madrugada avanzada, el “pepito” dejaba de ser un secreto, se manifestaba y corría como una droga.
¿Qué es el pepito?
Un bocadillo, como he indicado en el segundo párrafo. Un bocadillo de buen pan crujiente que se pasa por la plancha junto al bisté correspondiente. Una delicia, una salvación. Un portento.
En “Bocaccio” desvelaban el secreto muy avanzada la noche por una razón evidente: el negocio carecía de cocina, luego de chimenea, con lo que al poner en marcha la pequeña plancha del sótano los aromas se difundían por el espacio más glamuroso de la ciudad, pegándose, supongo, a la tapicería color carmín y granate de las paredes y el mobiliario.
En la actualidad no es fácil encontrar pepitos.
Los bares al uso están dispuestos a vender un bisté de ternera al plato pero por alguna razón remolonean ante la perspectiva del delicioso bocadillo.
Yo mismo me haría cliente incondicional de un bar en el que pedir un “pepito” no fuese un anatema. Un bar a poder ser normal y poco amanerado, con camareros cincuentones de memoria selectiva y chaquetilla blanca. Blanca y limpia.
¿“Su Pepito de siempre, señor Roca”?
Y a continuación, después de haber pasado la comanda a la cocina, la copa de buen tinto y algún periódico digno de ese nombre.
No estaría mal el añadido de las mostazas, en plural, como en el Flash Flash de la calle de La Granada del Penedès, en Barcelona, y un muy buen café, como no sé donde, y un whisky digno de ese nombre, como los que tenía Santiago Cáncer en “La Palma”, a cuatro pasos de Santa María del Mar.
Recomendaré a alguno de mis amigos hosteleros que practiquen la cultura del “pepito”.
Espero que me lo agradezcan.
Pierre Roca

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